Tesis sobre el papel mundial del imperialismo norteamericano
Septiembre de 1938
León Trotsky
Las principales esferas de actividad del imperialismo norteamericano están divididas en los continentes de Europa, Asia y América Latina, en cada una de las cuales siguen un curso diferente de acuerdo con sus intereses generales y son ajustadas a las circunstancias concretas en las cuales se desenvuelve en relación con las demás potencias.
En América Latina, a pesar de la confrontación con un rival poderoso como Gran Bretaña y, en menor medida aunque en una dinámica creciente con Japón y Alemania, Estados Unidos permanece como la fuerza imperialista dominante.
Estados Unidos apareció en la escena en una época posterior a países como España, Portugal, Alemania e Inglaterra, pero con el cambio de siglo ya estaba por superar a sus rivales. Su rápido desarrollo industrial y financiero, la preocupación de las potencias europeas durante la Guerra Mundial y la transformación de los Estados Unidos en acreedor mundial en aquel periodo, facilitaron su ascenso al máximo y le posibilitaron ejercer su hegemonía mundial sobre la mayoría de los países de Suramérica, Centroamérica y el Caribe. Estados Unidos proclamó su intención de mantener esa hegemonía contra la intromisión de los imperialismos europeo y japonés.
La forma política de esta proclama es la Doctrina Monroe que, particularmente desde el inicio fue una política claramente imperialista a finales del siglo Diecinueve, viene siendo interpretada homogéneamente por todas las administraciones de Washington como el derecho del imperialismo norteamericano a posicionarse dominantemente en los países de América Latina, asumiendo la posición de ser su explotador exclusivo.
En América central, el Caribe y Suramérica en particular, eso significa la reducción de sus pueblos al estatus de colonias oprimidas o de semicolonias del imperialismo norteamericano. Significa también la imposición, frecuentemente a través del uso descarado de la fuerza del imperialismo norteamericano de gobierno fantoches de Wall Street sustentados en la intervención directa de los gobiernos norteamericanos en los terrenos diplomático y militar.
Para conseguir mantener cerrada la puerta de América Latina, es decir, cerrada a todos sus rivales y abierta sólo a los Estados Unidos “democráticos”, el imperialismo norteamericano sostiene en los países latinoamericanos las más autocráticas dictaduras militares locales que tienen, por su parte, a su servicio para sostener la estructura imperialista y garantizar un flujo inalterado de los súper logros del coloso del Norte. El más activo e impetuoso impulsor de las dictaduras militares en los países latinoamericanos es el imperialismo norteamericano, cuyos millones de dólares invertidos en el exterior están dirigidos al hemisferio occidental.
El carácter real del capitalismo “democrático” norteamericano es revelado por las dictaduras tiránicas en los países de América Latina, con las cuales su riqueza y política están mutuamente conectadas y sin las cuales su influencia imperialista en el Occidente estaría con los días contados.
Los déspotas sanguinarios, bajo cuyo poder opresivo sobreviven millones de trabajadores y campesinos de América Latina, Vargas y Batistas, no son más que herramientas políticas del imperialismo “democrático” de los Estados Unidos.
En países como Puerto Rico, el imperialismo norteamericano, a través de su gobernador Winship, criminaliza y persigue el movimiento nacionalista directa y cruelmente. La burguesía nacional naciente en muchos países latino-americanos, al buscar una participación mayor del pillaje y aún luchando por una mayor autonomía, es decir, en el sentido de una posición dominante en la explotación de su propio país, intenta utilizar las rivalidades y conflictos de los imperialismos extranjeros para este objetivo. Sin embargo, su debilidad general y su surgimiento tardío le impiden alcanzar un nivel de desarrollo mayor para oponer un amo imperialista a otro. La burguesía no puede lanzar una lucha seria contra toda dominación imperialista y por la genuina independencia nacional por el miedo de dar impulso a un movimiento de masas explotadas del país que iría, por su parte, a amenazar su propia existencia social. El caso de Vargas, que intentó utilizar la rivalidad entre Estados Unidos y Alemania, pero a la vez manteniendo la más salvaje dictadura sobre las masas populares, es un ejemplo de eso.
El gobierno de Roosevelt, a pesar de sus pretensiones calculadas, no hizo ninguna alteración real en la tradición imperialista de sus antecesores. Él reiteró enfáticamente la brutal Doctrina Monroe. Él confirmó sus pretensiones monopolizadoras sobre América Latina en la Conferencia de Buenos Aires. Él dio su aprobación santificada a los regímenes abominables de Vargas y Batista. Su exigencia de una flota mayor para vigilar no sólo el Pacífico, sino también el Atlántico, es una confesión de su determinación de manipular las Fuerzas Armadas de Estados Unidos en la defensa de su poder imperialista en el sur del hemisferio. Bajo Roosevelt, la política del “gran garrote” (big stick) en América Latina está encubierta por la piel de cordero de expresiones demagógicas como
“amistad” y “democracia”. La política de “buena vecindad” no es nada más que la tentativa de unificar el hemisferio occidental bajo la hegemonía de Washington, como un sólido bloque manipulado en últimas por su objetivo de cerrar las puertas de los dos subcontinentes americanos a todas las potencias imperialistas, conservando el área para su propio interés.
Esta política es materialmente complementada por los acuerdos de comercio favorables que Estados Unidos buscan concluir con los países latino-americanos bajo el deseo de desbancar permanentemente sus rivales del mercado. El papel decisivo que el comercio exterior cumple en la vida económica de Estados Unidos, impulsa los esfuerzos cada vez más determinados para excluir todos los competidores del mercado latinoamericano con una combinación de producción barata, diplomacia, maniobras y, si es necesario, el uso de la fuerza. Actualmente, es particularmente cierto en relación con Alemania y Japón. Pero, a medida que el principal conflicto imperialista en América Latina (especialmente en países como México y Argentina) se da entre Inglaterra y Estados Unidos, su reflejo es económico, por encima de todo en el campo de las inversiones.
En el campo del comercio exterior, sin embargo, el principal rival inmediato de Estados Unidos es Alemania y, cada vez más, Japón. A causa de sus respectivas posiciones mundiales e intereses, Estados Unidos y Gran Bretaña podrán, por lo tanto, colaborar en el futuro próximo contra la intromisión de Alemania y de Japón en América Latina, pero solamente bajo la condición de que esta colaboración ocurra bajo la hegemonía del imperialismo norteamericano, por la cual el último compensa parcialmente al imperialismo británico apoyándolo en el continente europeo.
A la vez, la política del imperialismo norteamericano necesariamente aumentará la resistencia revolucionaria de los pueblos latinoamericanos que serán explotados con intensidad creciente. Esta resistencia, por su parte, encontrará una reacción violenta y la tentativa de su eliminación por parte de los Estados Unidos, que se mostrará aún más claramente como el policía de la explotación imperialista en el extranjero y un soporte a las dictaduras locales. Por su propia posición, por lo tanto, Washington cumplirá un papel crecientemente reaccionario en los países latinoamericanos, pues los Estados Unidos continúan siendo el amo predominante
y agresivo en América Latina, dispuestos a proteger su poder con armas en la mano contra cualquier ataque serio de los imperialismos rivales o contra cualquier tentativa de liberación de los pueblos latinoamericanos contra su poder despótico.
La política norteamericana en Europa difiere de su intervención abierta y directa en América Latina en varios aspectos, dictados esencialmente por el hecho de que Estados Unidos haya surgido tardíamente como un factor decisivo en el Viejo Mundo, explícitamente en la última generación.
Su intervención pasó por tres estadios. En el primero, apareció como un agresor brutal en defensa de los vastos intereses financieros obtenidos por la clase dominante norteamericana al final de la Primera Guerra Mundial y, debido a su tremendo poder militar, financiero e industrial, ellos contribuyeron con la fuerza decisiva necesaria a los Aliados para el desmantelamiento de las potencias centrales, especialmente Alemania.
Aunque Inglaterra, Francia, Bélgica e Italia hayan sido, consecuentemente, capaces de imponer el degradante Tratado de Paz de Versalles a Alemania, y de establecer la Pandilla como un policía para reforzar sus necesidades, que incluyeron la espoliación de las ex-colonias alemanas y la extracción de enormes tributos de la propia Alemania, Estados Unidos fue el real vencedor de la guerra, convirtiéndose en el principal centro político y financiero del mundo, en una posición capaz de arrancar tributos aún mayores de los victoriosos de Versalles en la forma de pagos de deudas de guerra.
A finales de 1923, Estados Unidos surgió inmediatamente como el “pacificador” de Europa y como la mayor fuerza contrarrevolucionaria.
En su papel de pacificador de Europa, resucitó el orden capitalista en su lado más débil, Alemania. Alimentándola con los millones de los Planes Dawes y Young, ayudó a instalar el régimen de ilusión democrática en Alemania, Francia e Inglaterra y sometió sus exigencias de reducir los gastos de la carrera armamentista que interferían en el pago de las deudas de guerra a Wall Street. La exigencia del “desarme” europeo (principalmente a la luz de la superioridad industrial norteamericana, que permite superar cualquier nación en armamento rápidamente), fue el pretexto pacifista por el cual el imperialismo norteamericano ejerció su presión con el objetivo de reducir la ya declinante distribución del mercado mundial, hasta entonces a la disposición de sus competidores europeos.
Actualmente, en el último estadio de su intervención, quedó demostrado que, lejos de eliminar o aún reducir los conflictos entre las propias potencias europeas, las necesidades crecientes, del propio imperialismo norteamericano, causaron una enorme agudización de los conflictos europeos entre las distintas potencias. Todas ellas están siendo llevadas irresistiblemente a una nueva guerra mundial, algunas en defensa de su actual cuota de ración a la cual el poder norteamericano redujo a Europa, otras en lucha por un aumento de sus cuotas para contribuir sustancialmente en la solución de sus contradicciones internas. Si anteriormente el ascenso del imperialismo norteamericano en Europa tuvo el efecto de “pacificar” el continente, ahora tiene, objetivamente, el efecto de acelerar una nueva guerra mundial, anunciada por la impresionante carrera armamentista, por la rapiña de Etiopía, por la Guerra Civil en España, por la invasión japonesa de China. Una nueva guerra mundial imposible de ser confinada a Europa y para la cual todo país importante en la faz de la Tierra será inevitablemente arrastrado. Una compresión de la realidad de la relación de América con el desarrollo europeo es suficiente para refutar las pretensiones del imperialismo norteamericano como el portador de una misión mesiánica de defensor o portador de la paz y de la democracia en Europa. Todo lo contrario, cuando mayores son sus propias dificultades, más será forzado a descargar su peso sobre la espalda de las potencias imperialistas más viejas y más débiles de Europa, más directo y rápidamente el capitalismo norteamericano llevará a las clases dominantes del Viejo Mundo a la guerra y al régimen fascista, bajo el cual la burguesía se encuentra menos obstaculizada en su preparación para la guerra o en la conducción de ella, una vez iniciada.
La presión de la nueva potencia mundial, que ascendió a tal poder desde la última guerra mundial, está empujando a Europa al abismo de la barbarie y la destrucción. Aunque la influencia ejercida por los Estados Unidos en el periodo pasado haya sido más o menos “pasiva”, formulada por la política del “aislamiento”, su tendencia más reciente se dirige visiblemente a otra dirección y anticipa su intervención activa, directa y decisiva en el próximo periodo, es decir, el periodo de la próxima guerra mundial. Tan universales son las bases del poder imperialista norteamericano, tan significantes son sus intereses económicos en Europa (miles de millones invertidos en empresas industriales de telefonía, telégrafo, automóviles, electricidad y otros monopolios, así como los miles de millones en deudas de guerra y préstamos post-guerra) que está fuera de cuestión que Estados Unidos permanezca como observador pasivo en la guerra venidera. Todo lo contrario. No sólo participará activamente como uno de los países beligerantes, también es fácil prever que entrará en la guerra en un intervalo de tiempo mucho más corto que el transcurrido antes de su entrada en la última guerra.
Debido a la debilidad financiera y técnica de los otros beligerantes, si comparamos el total del poder con el de Estados Unidos, este país cumplirá, en la próxima guerra, ciertamente, un papel aún más decisivo que en la última. Todo indica que, al menos que el imperialismo europeo sea arrasado por la revolución proletaria, y la paz sea establecida sobre bases socialistas, los Estados Unidos dictarán los términos de la paz imperialista después de surgir como vencedor. Su participación no sólo determinará la victoria del lado al cual juntarse, sino que también determinará la distribución del reparto, de la cual reclamará la parte del león.
Si el rápido establecimiento de su dominación en América Latina llevó al imperialismo norteamericano a la política agresiva de la “puerta cerrada” (Doctrina Monroe), su aparición tardía en Asia, después que la partición del continente entre Inglaterra, Francia, Alemania, Rusia, Portugal e Italia era un hecho consumado, ordenó la exigencia igualmente imperialista de “puerta abierta”, que ha sido la formulación clásica de la política de Estados Unidos en el Extremo Oriente, particularmente en China. De esta forma, el imperialismo norteamericano desafía el pleito de sus rivales más viejos de explotación exclusiva de los vastos y ricos recursos naturales de China, pero detrás de esta bandera del “pacifismo” está la espada semi desenvainada contra Japón e Inglaterra por el derecho creciente a explotar a China y a las masas chinas.
Como en todos los otros casos, la política del imperialismo norteamericano en el Extremo Oriente es una cortina de humo para la agresiva expansión imperialista. La lucha interimperialista por la dominación de China es, a la vez, una lucha por el dominio del Pacífico, por el cual los dos principales aspirantes son Japón y Estados Unidos. Dada su implicación en el continente europeo, en el Mediterráneo y en el Oriente Próximo, Gran Bretaña está en gran desventaja en cualquier tentativa de defender su posición en el continente asiático por cuenta propia.
El movimiento pan-asiático incentivado por el imperialismo japonés, que obliga el retiró de Inglaterra de su posición favorable en China y también de la India, no puede ser efectivamente evitado sólo por las fuerzas británicas, particularmente bajo esas condiciones es que hacen dudosa la solidaridad de las otras partes del Imperio Británico en hacer de una guerra con Japón. Gran Bretaña es, por lo tanto, cada vez más dependiente del apoyo militar tácito o directo de los Estados Unidos en un conflicto contra Japón. El imperialismo norteamericano, sin embargo, no está dispuesto a intervenir directamente en el Extremo Oriente exclusivamente contra Japón, menos aún por el objetivo de asegurar la dominación de Inglaterra en el continente asiático. Al contrario, el dominio irrefutable del Pacífico por Estados Unidos, es decir, la derrota definitiva de Japón, significa el inicio del fin del poder y del privilegio británico en el Extremo Oriente. Que esto sea reconocido incluso por el imperialismo inglés queda demostrado en el hecho de que un sector creciente de la burguesía australiana mira más a Estados Unidos que a Inglaterra para la defensa de sus intereses, más específicamente para la lucha conjunta contra Japón. En otro sentido, la reorientación de sectores del imperialismo británico puede ser percibida por el hecho de que Canadá está más distante de Londres que de Nueva York y Washington.
Aunque el mayor y más importante rival del imperialismo norteamericano en el Extremo Oriente siga siendo Gran Bretaña, el oponente más inmediato de Estados Unidos en aquella parte del mundo es, ahora, Japón.
La cuestión de la guerra entre Japón y Estados Unidos -que, con toda la probabilidad, podría envolverlo simultáneamente en una guerra con Inglaterra y la Unión Soviética-, Japón hace esfuerzos desesperados para calmar a los Estados Unidos y meter una cuña entre ellos e Inglaterra, por lo menos hasta que su posición en el continente esté consolidada. El imperialismo norteamericano, sin embargo, principalmente en el pasado reciente, se ha conducido más fuertemente en la dirección de la guerra con Japón, cuyos avances en áreas potenciales de explotación norteamericana en China, así como en la actual explotación norteamericana de América Latina, son una amenaza creciente a las posiciones presentes y futuras de la burguesía norteamericana.
Las preparaciones para la guerra entre Japón y Estados Unidos son evidentes en el tono más agudo de la diplomacia norteamericana en relación con Japón, en la creciente agitación nacionalista antijaponesa de la prensa, en las maniobras militares norteamericanas prácticamente públicas contra Japón, en los refuerzos militares navales de las islas Aleutianas y de Guam y, por encima de todo, en el casi nada oculto pretexto antijaponés dado por Roosevelt, a través del pedido de aprobación de un presupuesto naval sin precedentes para una época de paz, hecho al congreso.
Por lo tanto, la propia magnitud de los problemas del imperialismo norteamericano, el alcance mundial de sus intereses y las bases que sostienen su poder, lo obligan a una política enérgica e implacable de expansión. Además de eso, se transforman en la principal fuerza motriz de propulsión del mundo capitalista tras la guerra mundial y el más firme freno del movimiento revolucionario, del proletariado mundial y de los movimientos de liberación de las colonias y semicolonias. La época en la cual Estados Unidos era capaz de mantener un equilibrio aproximado entre la industria y la agricultura, durante la cual sus intereses, además de las fronteras de Estados Unidos, fueron episódicos y, de cualquier modo, comparativamente irrelevantes, durante la cual siguió una política relativamente “aislacionista” (facilitada por su posición geográfica única), es una época del pasado. La crisis económica norteamericana exige un aumento del comercio exterior y un aumento de miles de millones de dólares en inversiones exportados a todos los rincones del planeta. Esto requiere, por lo tanto, una explotación más intensa de aquellas regiones que ya estaban siendo explotadas por Estados Unidos, lo que requiere la supresión del movimiento revolucionario y del proletariado en el exterior y la vigilancia de todos los movimientos nacionales revolucionarios por la independencia en sus colonias y esferas de influencia.
Esto exige, aún, un trozo mayor es decir, una nueva guerra mundial. De ahí el alejamiento mismo de la farsa del “aislacionismo” en la política externa oficial norteamericana, y el anuncio de un curso “vigoroso” por todo el mundo. La lucha contra el imperialismo norteamericano es, por lo tanto, a la vez una lucha contra la próxima guerra imperialista y por la liberación de los pueblos coloniales y semicoloniales oprimidos.
Es inseparable de la lucha de clases del proletariado norteamericano contra la burguesía dominante y no puede ser conducida separada de ella. La clase obrera norteamericana necesita ganar el apoyo de los pequeños productores empobrecidos de Estados Unidos, que están bajo el talón de aquel capitalismo monopolista que constituye la base de los amos imperialistas del país. Un aliado indispensable en esta lucha son los millones de negros norteamericanos, en la industria y en la agricultura, que están conectados de varias maneras a las demás poblaciones negras oprimidas por Estados Unidos en el Caribe y en América Latina. Es necesario realizar una campaña obrera de organización y educación entre las masas blancas contra el veneno de la “superioridad” chauvinista en ellas instalado por la clase dominante; es necesario también organizar las masas negras contra sus opresores capitalistas, contra los demagogos pequeño-burgueses de sus propias columnas y contra los agentes del imperialismo japonés que están intentando ganar los negros, especialmente en el sur, con la bandera traidora del “pan-asiatismo.
Una de las principales preocupaciones de la sección norteamericana de la Cuarta Internacional en la lucha contra el imperialismo norteamericano es el apoyo a todos los movimientos revolucionarios genuinamente progresivos dirigidos contra el imperialismo norteamericano en América Latina o en el Pacífico (las Filipinas, Hawái, Samoa etc.) o contra las dictaduras de aquellos países, títeres de Wall Street, mientras preserva su completa independencia política y organizacional, reservando y ejerciendo el derecho de organizar la clase obrera en un movimiento propio y de presentar su programa independiente contra las actividades y el programa
pequeño-burgués, vacilante y frecuentemente traidor, de los nacionalistas.
Los revolucionarios en Estados Unidos deben movilizar los trabajadores contra el envío de cualquier fuerza armada para atacar los pueblos de América Latina y del Pacífico y por la retirada de tales fuerzas donde ellas ahora operan como instrumentos de la opresión imperialista, así como contra cualquier otra forma de presión imperialista, sea ella “diplomática”, sea “económica”, forjada para violar la independencia nacional de cualquier país o para impedir la realización de tal independencia nacional.
Para sus propios fines reaccionarios, revelan la necesidad indispensable del liderazgo de la clase obrera en los países coloniales y semicoloniales como la única garantía de que una verdadera independencia nacional sea seria y consistentemente conquistada. A la vez, los partidarios de la Cuarta Internacional enfatizan que ninguno de los países de América Latina y del Pacífico que están ahora bajo la dominación del imperialismo norteamericano, más o menos profundamente, es capaz de obtener su completa libertad de la opresión extranjera o de mantener tal libertad por algún tiempo si su lucha queda confinada a sus propios esfuerzos. Sólo una unión de los pueblos latinoamericanos, en búsqueda del objetivo de una América socialista y aliados a la lucha del proletariado revolucionario de Estados Unidos, podría presentar una fuerza suficientemente resistente para enfrentar victoriosamente el imperialismo norteamericano.
Así como los pueblos del Viejo Mundo sólo pueden resistir a la presión del coloso norteamericano, que los mantiene empobrecidos y los lleva a la guerra, por el establecimiento de Estados Unidos de Europa -realizable solamente a través del poder socialista revolucionario del proletariado- también los pueblos del hemisferio occidental pueden asegurar la más completa independencia nacional, irrestrictas posibilidades de desarrollo cultural y su liberación de la explotación de tiranos locales y extranjeros, sólo si se unen en la lucha por las Repúblicas Socialistas Unidas de América. De la misma forma que las secciones latinoamericanas de la Cuarta Internacional deben popularizar en su prensa y agitación las luchas de los movimientos revolucionarios y obreros norteamericanos contra el enemigo común, su sección en los Estados Unidos debe votar más tiempo y energía en su trabajo de agitación y propaganda para explicar al proletariado norteamericano las posiciones y luchas de los países latinoamericanos y de sus movimientos obreros.
Toda acción del imperialismo norteamericano debe ser expuesta en la prensa y en manifestaciones y, en determinadas situaciones, la sección de Estados Unidos debe intentar organizar movimientos de masas para protestar contra actividades específicas del imperialismo norteamericano.
Además de eso, la sección norteamericana, por medio de la utilización de la literatura española de la Cuarta Internacional, debe buscar organizar, aunque en una escala modesta en un principio, las fuerzas militantes revolucionarias entre los millones de trabajadores filipinos, mexicanos, caribeños y de Américas Central y del Sur, residentes en Estados Unidos, doblemente explotados, no sólo con el objetivo de los unir al movimiento obrero en Estados Unidos, sino también con el objetivo de aproximarse a los movimientos revolucionarios y obreros en sus países de origen. Esta tarea será desarrollada bajo la dirección del Secretariado norteamericano de la Cuarta Internacional, que publicará la literatura necesaria y organizará el trabajo para este objetivo.
|